Con las paradas vacías y los servicios urbanos, interurbanos y de media distancia totalmente interrumpidos, miles de usuarios se ven forzados a buscar alternativas para llegar a sus trabajos, escuelas o realizar actividades básicas. Una vez más, la población queda rehén de un conflicto que no genera, pero que padece en carne propia.
En provincias como Misiones, donde amplios sectores sociales dependen exclusivamente de los colectivos para movilizarse, el impacto es profundo. No todos pueden acceder a un remis, un Uber o una moto de aplicación. Las opciones de traslado se reducen y con ello también la posibilidad de cumplir con derechos tan esenciales como la educación, la salud o el trabajo. Mientras tanto, los sectores más vulnerables son, como siempre, los más perjudicados.
Es importante subrayar que el reclamo de los trabajadores del transporte es legítimo. Las demandas por mejoras salariales y laborales no solo son entendibles: son urgentes. No se puede exigir calidad de servicio ni compromiso a quienes perciben remuneraciones que no alcanzan para cubrir lo básico.
Pero este conflicto también revela una falla de fondo: la falta de mecanismos eficaces para garantizar tanto el derecho a la protesta como el derecho al transporte. El país entero no puede detenerse cada vez que una negociación salarial entra en crisis. Urge construir un sistema de transporte público que sea sustentable, equitativo y resiliente, capaz de asegurar la movilidad incluso en contextos de conflicto.
El desafío no es menor. Pero mientras no se aborde con responsabilidad y voluntad política, seguiremos viviendo en una realidad donde millones quedan, literalmente, a pie. Y en ese escenario, no hay derechos que se equilibren: hay ciudadanos abandonados.