La droga avanza a un ritmo que la política pública no está pudiendo acompañar. En Misiones, el consumo se ha convertido en una epidemia silenciosa que crece entre los jóvenes, perfora familias enteras y se expande hacia zonas donde hace apenas algunos años parecía impensado. La crudeza del fenómeno ya no permite maquillajes ni diagnósticos tibios: la provincia está perdiendo la batalla cultural, social y sanitaria contra las adicciones porque le está errando al enfoque.
Misiones convive con una vulnerabilidad estructural que cualquier política anticíclica debería tomar como punto de partida. Con casi todo su territorio en zona de frontera, la provincia es un corredor obligado para el tráfico de estupefacientes que entran y salen con facilidad. Esta permeabilidad alimenta un mercado interno que se masificó, se volvió más barato y se expandió hacia el centro y el sur provincial, dejando atrás la vieja idea de que el consumo era un problema circunscripto al norte o a sectores muy específicos. Hoy no hay localidad invulnerable.
A ello se suma una fractura social que se profundiza: la edad de inicio cae sin frenos y aparecen casos de consumo en niños de 9 o 10 años. En paralelo, los vínculos familiares se debilitan frente a la desesperación y la falta de herramientas. Madres y padres que buscan ayuda se encuentran con puertas entreabiertas, con espacios que contienen hasta donde pueden, pero sin un sistema que acompañe después. Ese vacío estatal es también un caldo de cultivo para el avance de las adicciones.
La Secretaría de Estado de Prevención de Adicciones y Control de Drogas ha creado espacios de primera escucha, líneas telefónicas, dispositivos iniciales de acompañamiento emocional. Pero allí se corta el camino. No existe una red real de tratamiento, rehabilitación y seguimiento; no hay centros integrales distribuidos en toda la provincia; no hay continuidad entre la llamada desesperada de un padre y un espacio concreto donde su hijo pueda iniciar un proceso sostenido. La primera escucha queda suspendida en el aire, como una promesa que no encuentra continuidad. Para una familia que toca fondo, eso es lo mismo que no tener nada.
El interior, además, sufre una desigualdad geográfica inadmisible: quien vive lejos de Posadas o de las pocas ciudades que ofrecen contención formal queda a la suerte de trasladarse, abandonar el trabajo, invertir dinero que no tiene, o resignarse. En esa ausencia estructural, las Iglesias, los grupos pastorales y las organizaciones comunitarias hacen lo imposible. Pero ya no alcanzan. Su desborde es la prueba más evidente de que el Estado llegó tarde y con herramientas insuficientes.
Nada de esto ocurre en el vacío. La falta de propuestas deportivas, recreativas y culturales en los municipios más pequeños deja a miles de jóvenes sin un espacio sano donde construir identidad, vínculo y sentido. Y la crisis económica nacional profundiza la sensación de futuro roto, de desánimo generalizado, de calle corta y horizonte bajo. Cuando el Estado no ofrece alternativas, la droga ocupa el lugar que deja libre.
Este fenómeno es demasiado grande, demasiado urgente y demasiado doloroso como para seguir tratándolo con medidas aisladas o de superficie. Misiones necesita cambiar el eje: pasar de la contención mínima al acompañamiento verdadero; de la escucha inicial al tratamiento integral; de la concentración geográfica a la presencia territorial real; de la reacción tardía a la prevención concreta. La rehabilitación no puede ser un privilegio urbano ni un tránsito burocrático. Tiene que ser una política pública seria, sostenida y federal dentro de la propia provincia.
Porque lo que se está perdiendo no es un debate teórico: es una generación entera.
Una generación que la política está dejando sola.
Una generación que merece otra respuesta.
Una generación que todavía puede ser rescatada si el Estado decide finalmente estar a la altura.
Misiones no puede seguir administrando esta crisis: tiene que enfrentarla. Y ese cambio de rumbo es urgente.